Corría el año 1970 cuando Don Eladio Campillo y Rojas de Salazar, decidió volver a la que, en tiempos, fue mansión familiar. La casa se encontraba en la loma de un pequeño cerro, en las proximidades de la villa de Salazar, que una vez perteneció por completo al patrimonio de los antepasados de Don Eladio.
Había sido la familia Campillo y Rojas una familia importante en siglos pasados, con grandes extensiones de cultivo, muchas cabezas de ganado lanar y sobre todo, mano de obra casi esclava que contribuía, en grado sumo, al bienestar de la nobleza de entonces.
La mansión fue abandonada a principios de la década de los 40, cuando el padre del actual titular -don Flavio Campillo y Rojas Guzmán-, perdió a su primogénito - el pequeño Flavio- en circunstancias que nunca fueron bien aclaradas. Hay quien dice que su hermano, Don Eladio, tuvo mucho que ver en los hechos, cosa, por otra parte, inconcebible en muchachos púberes como eran los pequeños Campillo y Rojas entonces. Fuera lo que fuese, Don Flavio decidió que su primogénito descansaría, como algunos de sus antepasados ilustres, en ala oeste de la propiedad; para, posteriormente, abandonar la villa e irse a vivir a la capital el resto de sus días en los que no volvió a pisar dicha mansión.
Muerto Don Flavio, Don Eladio decidió volver a visitar y tomar posesión de las pertenencias que, por herencia, le correspondían. Acompañado por su mujer, su único vástago varón: Flavio Campillo y Rojas De Cabrera, Flavito para casi todo el mundo, y la niña de meses: Eladia Campillo y Rojas De Cabrera.
Cuando el Dodge Dar de don Eladio cruzó la verja que guardaba la finca centenaria de extraños y amigos de lo ajeno, Escariote, el viejo guarda, salió a recibirlos al jardín delantero. Don Eladio, al verlo, exclamó: "¡Dios mío, este hombre siempre ha sido así de viejo!" y, Flavito, se fijó en las arrugas que el hombre tenía simétricas en ambas mejillas, surcos que parecían hundirse en el fondo del los tiempos. El viejo guarda, al sentir que estaba siendo observado, giró la cabeza hacia el chaval y le dedicó una amarilla, mellada y estremecedora sonrisa.
- Veo que ha venido el señorito. Es un placer volver a tener a Don Flavio en la casa...
- Pero qué dice, buen hombre, si es la primera vez que viene...
El guarda sonrió de nuevo y se dirigió a recoger las maletas.
Flavito miraba la casa con enormes muros de piedra gris, ennegrecida por la humedad en los lugares que la hiedra dejaba al descubierto. Tenía grandes ventanales en el primer piso y unos ventanucos pequeños en el segundo. La azotea, toda rodeada por una balaustrada de la misma piedra y, en la fachada de poniente, lo que más atrajo la atención de Flavito, cuatro extrañas gárgolas en línea pero no dispuestas simétricamente. Solo se extendían desde la esquina noroeste hasta, aproximadamente, la mitad de la fachada.
El chico se quedó observando, atónito, cada una de las figuras. Eran horribles monstruos de piedra con cuerpos retorcidamente atormentados y gestos de desesperada fiereza en ellos. Pero Flavio veía algo más en sus miradas. Todas parecían observarlo a él, como si lo estuvieran escrutando o, peor aún, intentando avisarle de algo...
La infantil imaginación del chico comenzó a oír quejidos lejanos y lastimeros, provenientes de las profundas gargantas de piedra de las monstruosas estatuas. Los quejidos subían de volumen, pronto empezaron a ser gritos y, cuando parecía que la primera de las gárgolas empezaba a girar la cabeza y miraba a Flavio, el muchacho sintió una mano en el hombro que le hizo emitir un sonoro grito, al tiempo que saltaba horrorizado.
Al mirar a su espalda, vio a Escariote, con su mellada sonrisa, su gesto corvado y su extraño brillo en los ojos, tirar de él.
- ¿Le gustan las gárgolas, señorito?
- No, son muy feas - Acertó a contestar el chico, cuando por fin recuperó el aliento.
- No debe decir usted eso, Don Flavio.
Al chico le hacía gracia eso de que le llamaran Don Flavio, en lugar de Flavito, como toda su vida; le gustaba, le hacía sentirse importante. Así que decidió permanecer allí con el guarda un rato más.
- ¿Y por qué no debo decirlo, si en realidad lo son?
- Su padre de usted no le ha contado la historia de sus cuatro antepasados, ¿verdad?
Flavio no había oído esa historia en la vida, aunque se limitó a encoger los hombros para no parecer un ignorante. Escariote se apercibió de que el chico no sabía nada de sus familiares y comenzó a contarle:
- Verá, señorito. Estas gárgolas no siempre han estado ahí. La casa se construyó sin ninguna. Pero lo más curioso es que nunca nadie supo cómo llegó la primera de ellas. Sólo unos días antes del día de Todos los Santos, el tatarabuelo de su tatarabuelo, Don Flavio Campillo y Rojas de Medina, la vio posada donde usted la ve. Don Flavio pensó que habría sido cosa de alguno de los albañiles que entonces hacían reparaciones por la casa y preguntó a todos ellos. Uno por uno, fueron negando haber puesto la figura en la esquina noroeste. Preguntó entonces a los jardineros, y la respuesta fue la misma. Y, por fin, reunió a todo el personal que tenía a su servicio, que por entonces era muchísimo y obligó a que saliera el responsable de que la figura estuviera en la azotea. Nadie confesó haber sido el que la había puesto y Don Flavio, enfadado no tanto por la aparición del monstruo de piedra, como por el hecho de no poder controlar a su servidumbre, obligó a escoger a diez de ellos al azar, sin distinguir entre hombres, mujeres o niños, y dar diez latigazos a cada uno cuando se hiciera la noche. La noche de Todos los Santos.
Cuando se acercaba la oscuridad, los sirvientes estaban preparados para el castigo y todos buscaban a Don Flavio para que presenciara el cumplimiento de su sentencia. Pero no pudieron encontrarlo. Buscaron por aquí y por allá, por el bosque, por el río, por las cuadras y por la casa y, sólo cuando llegó el Alba, un jardinero vio un pequeño charco encarnado y viscoso junto a la fachada. Miró hacia arriba y vio que la gárgola parecía escupir pequeñas gotitas del líquido rojo. Cuando dio la alarma y subieron a la azotea, Don Flavio yacía allí, junto a la estatua, degollado y desangrado.
Nadie averiguó nunca lo que pudo pasar aquel día, todos los que iban a ser azotados y los familiares de éstos fueron puestos bajo sospecha, pero ninguno confesó, a pesar de las torturas, que supieran algo acerca de lo acontecido.
La viuda, tras dos días encerrada en sus aposentos, salió una mañana y decidió que su marido, que todavía estaba de cuerpo presente, fuera enterrado allí donde su sangre había indicado, y así fue que lo sepultaron bajo la primera de las gárgolas, en esa tumba que ves ahí.-
Flavio había escuchado la historia con admiración y entonces se fijó en las tumbas que antes le habían pasado desapercibidas, una bajo cada gárgola. Aún sin atreverse demasiado, no pudo evitar el preguntar por las otras tres.
- La segunda -, contestó Escariote con una mellada sonrisa de evidente satisfacción - es la tumba del abuelo de su tatarabuelo: Don Flavio Campillo y Rojas de Espinosa.
- ¿También apareció sola la estatua? - Preguntó el muchacho, ensimismado
- Lo hizo, señorito, lo hizo... O, al menos, nadie confesó nunca haberla puesto ni haber sabido quién pudo ponerla. -
Flavio comenzó a sentir algo de frío por el cuerpo, pero no sabía muy bien si los temblores eran debidos a la temperatura o a lo que podía imaginar que hubiera pasado con la segunda gárgola. Al fin, se atrevió a inquirir de nuevo:
- ¿Y murió desangrado en la azotea?
- No señorito -, contestó Escariote - A su antepasado lo encontraron un día tres de Noviembre en la dehesa donde iba a cazar patos, con un tiro en el pecho. Se sospechó que algún furtivo, al sentirse descubierto, le disparó y huyó. Fue voluntad de Don Eladio, padre de Don Flavio e hijo del otro Don Flavio, el que murió en la azotea, que enterraran su cuerpo bajo la segunda gárgola, emulando así a su difunta madre.
- ¿Y los demás?
- Los otros dos murieron todos en extrañas circunstancias. Y siempre apareció una gárgola en la fachada. Nadie sabe ya si las últimas gárgolas fueron puestas antes o después del fallecimiento, a modo de tradición. Usted me entiende, señorito....
- ¿Que historias le estás contando al chico? - Oyeron por detrás a Don Eladio, que se acercaba desde la fachada principal. - Haz el favor de no meterle cuentos en la cabeza, Escariote -
- Sólo cuento lo que él me preguntó, Don Eladio - Dijo Escariote, encorvándose más si cabe, en gesto de humillación y con semblante de fastidio en la cara.
Don Eladio se llevó a su hijo dentro de la casa. Éste no podía olvidar la historia de las gárgolas que el viejo guarda le había contado. Durante la cena, quiso preguntar a su padre por la muerte del tío para el que habían traído unas flores como conmemoración del día de Todos los Santos. Pero su padre se limitó a achacar lo sucedido a la mala suerte y a explicar que fue enterrado en la fachada de poniente debido a la ya centenaria tradición familiar.
- Pero... ¿Por qué nadie sabe cómo aparecen las gárgolas?
- Hijo, no sé qué historias te ha contado ese viejo ignorante, pero las gárgolas las pondrían después de hacer las sepulturas.
Al día siguiente sería por fin el día uno de noviembre, harían la ofrenda a su tío fallecido y pronto volverían a casa. Flavio decidió volver a pasear por el jardín; en el fondo, esperaba ver al enigmático guarda mellado, para escuchar alguna de sus disparatadas historias. Lo buscó por aquí y por allí sin éxito. Y, al llegar a la fachada de poniente, algo extraño le hizo olvidar la búsqueda de Escariote. Había algo distinto a unas horas anteriores. No sabía percibir qué podía ser hasta que miró a lo alto y se dio cuenta. ¡Había cinco gárgolas! Flavio hubiera jurado que esta mañana había cuatro. Las contó una y otra vez, luego contó las tumbas y.... efectivamente. Sólo había cuatro sepulturas.
El niño, se dio cuenta de que algo iba a pasar. Había aparecido una nueva estatua, no importaba demasiado si alguien se había encargado de ponerla o si vino sola. El caso era que algo malo sucedería, y tenía que avisar a su familia cuanto antes. Corrió todo lo rápido que podía hacia la fachada principal, las piernas casi ni rozaban el suelo, el aliento apenas le llegaba a los pulmones y, mientras corría, gritaba:
- ¡Papá, papá, tenemos que irnos, papá!
Nadie parecía oírle. Cuando por fin vio la puerta de la casa, aceleró un poco más, pero tropezó con una raíz que, incomprensiblemente, había crecido fuera de la tierra en la explanada principal. Flavio rodó por el suelo, golpeándose rodillas y brazos, pero volvió a levantarse, sangrando por ambas piernas, en búsqueda de su padre.
Cuando por fin llegó a la primera planta, encontró a Don Eladio, admirando la antigua colección de armas de fuego que su familia había conseguido con el pasar de los tiempos. El padre miró al muchacho y preguntó:
- Pero ¿Qué te ha pasado?
- Papá, tenemos que irnos antes de que pase algo, tenemos que irnos, papá, por favor
- ¿Pero qué dices, Flavio? ¿Te ha vuelto a meter pájaros en la cabeza ese viejo? ¡Juro que se va a la calle! No me importa el tiempo que lleve con nosotros, se va como siga así.
- ¡Hay cinco gárgolas! ¡Tenemos que irnos!
Don Eladio, con un mosquetón de principios de siglo en sus brazos, dedicó una condescendiente sonrisa a su hijo y siguió limpiando y manipulando cuidadosa y amorosamente el arma, al tiempo que, con voz calmada, le explicaba:
- Hijo, eso son tonterías. No debes creer lo que te cuenta ese loco. Anda, cálmate. ¿Quieres que te enseñe las armas de la familia? ¡Un día serán tuyas! Mira, este fue el primer revolver que vino a esta comarca. Todavía está como si lo hubiéramos comprado ayer. ¡Es una maravilla!
Flavio empezaba a tranquilizarse al ver la calma de su padre y decidió acompañarlo durante un rato, contemplando el arsenal familiar. Cuando ya llevaban un rato padre e hijo, charlando sobre armas, Flavio comenzó a perder interés y decidió dejar a su padre a solas e ir a buscar a su madre, que debía estar con su hermana pequeña. Don Eladio, cuando el chico se iba a alejar, le sonrió, le acarició el pelo y le preguntó: - ¿Más tranquilo?
- Sí -, contestó él, devolviendo la sonrisa y alejándose hacia la escalera del recibidor.
Don Eladio, se quedó allí, con una pistola semiautomática de la segunda guerra mundial entre las manos que, según documentos que guardaba en la caja fuerte, había pertenecido al mismísimo Rudolf Hess. El fuego encendido, la copa de brandy sobre la mesa de estudio y el humo de un puro habano revoloteando remolón hacia el alto techo de la estancia...
De pronto, un grito y un golpe seco lo sacó de su ensimismamiento. Luego otro grito mucho más intenso. Soltó la pistola y salió corriendo al distribuidor. Cuando miró la escena desde lo alto de la escalera, no lo pudo creer. En la planta baja, su mujer gritaba desesperada, inclinada sobre el cuerpo inerte de su hijo. Escariote acababa de entrar por la puerta, alarmado por los gritos y miraba hacia arriba con ojos serios y brillantes. Eladio supo en ese momento lo que había pasado. La postura no dejaba lugar a dudas. El pecho del pequeño Flavio se acostaba contra el suelo, la cabeza del revés y los ojos, completamente abiertos, clavaban su mirada en lo alto del pasamanos, como todavía sorprendido por no haberse podido sujetar.
Dos días después, cuando Don Eladio volvió a salir del estudio donde guardaba el arsenal, sin haberse afeitado ni aseado durante ese tiempo y apestando a brandy, ordenó que su hijo descansara junto a la fachada de poniente, al lado de su familia. Ordenó así mismo a Escariote que hiciera poner una gárgola en la azotea, justo encima de la sepultura de su hijo. Éste respondió:
- No hace falta, señor... ya...
- ¡No me discutas, viejo y haz lo que te digo! - Gritó el padre. Escariote se encorvó servilmente y se retiró. Nunca volvió a ver a Don Eladio Campillo y Rojas de Salazar ni a Doña Gabriela de Cabrera. Desaparecieron de aquella casa para no volver jamás.
......
Treinta de Octubre de 2005... Eladia Campillo y Rojas de Cabrera, funcionaria del ministerio de hacienda, madre soltera y doña Belén García, divorciada y con dos hijos, deciden pasar el puente del uno de noviembre en una vieja casa que, la primera, heredó el año pasado, al morir su madre. Una vez que traspasaron la vieja verja, ya casi derruida, vieron aparecer la casa, imponente, tras la maleza. Habían llamado para que alguien se encargara de poner en orden unas habitaciones. Un viejo encorvado salió a recibirles y, con una sonrisa mellada, dijo a los recién llegados. Me alegro de verles por aquí y de tener de nuevo a Don Flavio en la casa.... Eladia, que se dio cuenta de que se refería a su hijo, lo cogió por el hombro y dijo. Se equivoca, abuelo, se llama Javier. El viejo, volvió a mostrar los pocos dientes que le quedaban, murmuró entre dientes: "Es un Flavio, lo dicen sus ojos, no se puede negar...", se dio media vuelta y desapareció por el jardín. Los recién llegados se quedaron observando cómo se alejaba y cuando, el viejo alcanzaba la fachada oeste, Javier, entusiasmado, gritó a su madre:
- ¡Mira mamá! ¡Hay seis dragones colgados de la fachada!...
* Autor: Pablo de Aguilar González (Pablo A)