La leyenda de "la" fantasma - María del Carmen Guzmán
En casi todos los pueblos de Andalucía existe una leyenda: la leyenda de la fantasma, sí, la fantasma, porque al igual que La Ángela de la ciudad de Méjico, el término es femenino.
En muchos de estos pueblos se la conoce por el espanto o la canina. La historia circula no de boca en boca, porque sería antihigiénico, sino de boca en oído, y es más o menos así:
Un típico y tópico Sol de justicia había estado machacando al pueblo durante todo el día. La tarde se acercaba lenta y pesadamente con el caminar de unos bueyes cansados, y con ella se acercaban los campesinos para comer en sus casas el riquísimo puchero andaluz y refrescarse con el gazpacho, también andaluz, faltaba más. El Sol de justicia, sin hacer honor a su nombre, huyó por fin como un ladrón y la oscuridad empezó a cernirse sobre el pueblo que se puso asquerosito de lluvia de estrellas.
La noche cayó tan de repente, que se rompió las costillas sobre los bancos de la plaza, donde los viejecitos aburridos, como no podían tomar el sol, esperaban tomar la luna. Y la Luna Lunita Cascabelera apareció coqueta por el horizonte desparramando su luz con un manto tan lechoso, que las amas de casa empezaron a pensar en convertirla en queso o encalar las paredes. Gumersinda, sus rubios cabellos esparcidos sobre la almohada, roncaba apaciblemente, pues a pesar de ser una muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perlas y labios de rubí, roncaba, como todo el mundo. Además, como el vaina de su marido andaba de viaje vaya usted a saber con quién, disponía de toda la cama de matrimonio para espatarrarse sin que nadie la molestara, para ella solita.
Un aullido lastimero rompió el silencio de la noche en dos mitades: de una parte, los borrachos que dormían la mona y de la otra, los que se despertaron asustados. Una nube negra como la pena negra ocultó la cara rechoncha de la Luna que aprovechó la circunstancia para rascarse la calva, y entonces, la noche más tenebrosa de adueñó de las casas y de sus moradores como si fuera un antiguo cacique barrigón.
Aquella espantosa noche se llenó de todos los lugares comunes de una historia terrorífica, todos menos la tormenta: en Andalucía, en verano, hace un calor de tres mil demonios eructando a la vez. Aquella espantosa noche, repito, el miedo atenazó las gargantas y los corazones como si fuera la siniestra garra de un inspector de Hacienda, el sueño huyó de las mentes, y los niños empezaron a berrear, a pedir agua, caramelos y demás chucherías, con el inocente propósito de joder a sus papás.
Los aullidos volvieron a oírse, pero esta vez más tenebrosos, tanto, que los adolescentes, aunque aún no se estilaba,no necesitaron gomina en sus cabellos para mantenerlos tiesos durante meses. La gente se asomaba a las ventanas y balcones, todos a una, como en Fuenteovejuna, para ver quién o qué profería aquellos horripilantes, espantosos, terribles, espeluznantes alaridos de ultratumba, y es que la noche, además de todo eso, era horrísona.
Y la vieron. Era ella, la fantasma, el espanto. Allí, sobre los rojos tejados de las casas, un ser de vestiduras blancas ondeando a la brisa, se paseaba, saltaba, gesticulaba y hacía temblar
a Don Manuel Gil Fernández, el insigne Sargento de la Guardia Civil, curtido en cien batallas hasta haber conseguido una piel de cuero apergaminado.
Se cerraron todas las puertas, ventanas, cerrojos y trancas, se rezaron rosarios, se hicieron peticiones a las Ánimas del Purgatorio y hasta el Cura, Don Patricio Pérez, echó agua bendita por los cuatro puntos cardinales de su casa. Gumersinda, en cambio, como si nada, tan pancha, hecha una marmota, en el más profundo de los sueños, pues en sueños se hallaba en una gruta jugando al parchís con un guapo mozo. Por eso, nuestra protagonista no oyó el repiqueteo de unos dedos sobre el cristal de la ventana, ni vio la sombra blanca entre ésta y la Luna, que por cierto, había vuelto a salir para enterarse de todo, la muy cotilla.
La ventana se abrió de golpe y en lugar de murciélagos, un ejército de mosquitos aprovechó la coyuntura para colarse en la alcoba buscando a quien picar. Gumersinda abrió los ojos y la boca, y cuando quiso gritar, una huesuda mano fantasmal ahogó su grito.
- No chilles, gilipollas- susurró el fantasma.
- Hum huuuum- fue todo lo que pudo exclamar la muchacha.
- Pero, vamos a ver ¿Es que no me reconoces? ¿Cómo has podido dormirte si sabías que vendría por ti? ¡Ay que ver lo poco romántica eres, Gumer!
- ¡Ay, Paco, perdona! Es que tardabas tanto, que me quedé dormida.
-Vamos, Gumer ¡Date prisa! Colócate esa sábana y salgamos corriendo por los tejados, que a la salida del pueblo, junto al cementerio, tengo aparcado el coche de caballos.
- Ya voy, cariño, ya voy- respondió melosa Gumersinda mientras se colocaba la sábana por encima de la cabeza.
Y los dos adúlteros amantes, cogiditos de la mano, saltaron a la vez por la ventana mientras los mosquitos, frustrados, saciaban su sed en el pobre perro que no tenía culpa de nada.
Sólo algunos habitantes, los más valientes, se atrevieron a contemplar no uno, sino dos fantasmas saltando de tejado en tejado, compitiendo con los gatos.
Aunque esta leyenda es muy antigua y los tiempos cambian, en las calurosas noches del verano andaluz, arranca de vez en cuando una furgoneta junto a las tapias del cementerio, y una sábana blanca se enreda en las antenas de televisión provocando interferencias en las pantallas.
El médico, el boticario y el maestro lo achacan a fenómenos naturales, pero muchos saben que se trata del fantasma, la fantasma, el espanto, el alma en pena de algún descarriado… o descarriada.
* Autora: María del Carmen Guzmán (Dulcinea)
En muchos de estos pueblos se la conoce por el espanto o la canina. La historia circula no de boca en boca, porque sería antihigiénico, sino de boca en oído, y es más o menos así:
Un típico y tópico Sol de justicia había estado machacando al pueblo durante todo el día. La tarde se acercaba lenta y pesadamente con el caminar de unos bueyes cansados, y con ella se acercaban los campesinos para comer en sus casas el riquísimo puchero andaluz y refrescarse con el gazpacho, también andaluz, faltaba más. El Sol de justicia, sin hacer honor a su nombre, huyó por fin como un ladrón y la oscuridad empezó a cernirse sobre el pueblo que se puso asquerosito de lluvia de estrellas.
La noche cayó tan de repente, que se rompió las costillas sobre los bancos de la plaza, donde los viejecitos aburridos, como no podían tomar el sol, esperaban tomar la luna. Y la Luna Lunita Cascabelera apareció coqueta por el horizonte desparramando su luz con un manto tan lechoso, que las amas de casa empezaron a pensar en convertirla en queso o encalar las paredes. Gumersinda, sus rubios cabellos esparcidos sobre la almohada, roncaba apaciblemente, pues a pesar de ser una muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perlas y labios de rubí, roncaba, como todo el mundo. Además, como el vaina de su marido andaba de viaje vaya usted a saber con quién, disponía de toda la cama de matrimonio para espatarrarse sin que nadie la molestara, para ella solita.
Un aullido lastimero rompió el silencio de la noche en dos mitades: de una parte, los borrachos que dormían la mona y de la otra, los que se despertaron asustados. Una nube negra como la pena negra ocultó la cara rechoncha de la Luna que aprovechó la circunstancia para rascarse la calva, y entonces, la noche más tenebrosa de adueñó de las casas y de sus moradores como si fuera un antiguo cacique barrigón.
Aquella espantosa noche se llenó de todos los lugares comunes de una historia terrorífica, todos menos la tormenta: en Andalucía, en verano, hace un calor de tres mil demonios eructando a la vez. Aquella espantosa noche, repito, el miedo atenazó las gargantas y los corazones como si fuera la siniestra garra de un inspector de Hacienda, el sueño huyó de las mentes, y los niños empezaron a berrear, a pedir agua, caramelos y demás chucherías, con el inocente propósito de joder a sus papás.
Los aullidos volvieron a oírse, pero esta vez más tenebrosos, tanto, que los adolescentes, aunque aún no se estilaba,no necesitaron gomina en sus cabellos para mantenerlos tiesos durante meses. La gente se asomaba a las ventanas y balcones, todos a una, como en Fuenteovejuna, para ver quién o qué profería aquellos horripilantes, espantosos, terribles, espeluznantes alaridos de ultratumba, y es que la noche, además de todo eso, era horrísona.
Y la vieron. Era ella, la fantasma, el espanto. Allí, sobre los rojos tejados de las casas, un ser de vestiduras blancas ondeando a la brisa, se paseaba, saltaba, gesticulaba y hacía temblar
a Don Manuel Gil Fernández, el insigne Sargento de la Guardia Civil, curtido en cien batallas hasta haber conseguido una piel de cuero apergaminado.
Se cerraron todas las puertas, ventanas, cerrojos y trancas, se rezaron rosarios, se hicieron peticiones a las Ánimas del Purgatorio y hasta el Cura, Don Patricio Pérez, echó agua bendita por los cuatro puntos cardinales de su casa. Gumersinda, en cambio, como si nada, tan pancha, hecha una marmota, en el más profundo de los sueños, pues en sueños se hallaba en una gruta jugando al parchís con un guapo mozo. Por eso, nuestra protagonista no oyó el repiqueteo de unos dedos sobre el cristal de la ventana, ni vio la sombra blanca entre ésta y la Luna, que por cierto, había vuelto a salir para enterarse de todo, la muy cotilla.
La ventana se abrió de golpe y en lugar de murciélagos, un ejército de mosquitos aprovechó la coyuntura para colarse en la alcoba buscando a quien picar. Gumersinda abrió los ojos y la boca, y cuando quiso gritar, una huesuda mano fantasmal ahogó su grito.
- No chilles, gilipollas- susurró el fantasma.
- Hum huuuum- fue todo lo que pudo exclamar la muchacha.
- Pero, vamos a ver ¿Es que no me reconoces? ¿Cómo has podido dormirte si sabías que vendría por ti? ¡Ay que ver lo poco romántica eres, Gumer!
- ¡Ay, Paco, perdona! Es que tardabas tanto, que me quedé dormida.
-Vamos, Gumer ¡Date prisa! Colócate esa sábana y salgamos corriendo por los tejados, que a la salida del pueblo, junto al cementerio, tengo aparcado el coche de caballos.
- Ya voy, cariño, ya voy- respondió melosa Gumersinda mientras se colocaba la sábana por encima de la cabeza.
Y los dos adúlteros amantes, cogiditos de la mano, saltaron a la vez por la ventana mientras los mosquitos, frustrados, saciaban su sed en el pobre perro que no tenía culpa de nada.
Sólo algunos habitantes, los más valientes, se atrevieron a contemplar no uno, sino dos fantasmas saltando de tejado en tejado, compitiendo con los gatos.
Aunque esta leyenda es muy antigua y los tiempos cambian, en las calurosas noches del verano andaluz, arranca de vez en cuando una furgoneta junto a las tapias del cementerio, y una sábana blanca se enreda en las antenas de televisión provocando interferencias en las pantallas.
El médico, el boticario y el maestro lo achacan a fenómenos naturales, pero muchos saben que se trata del fantasma, la fantasma, el espanto, el alma en pena de algún descarriado… o descarriada.
* Autora: María del Carmen Guzmán (Dulcinea)
8 comentarios
Juan José Noche -
Pablo A -
Un saludo.
Pablo.
María del Carmen Guzmán -
Espuma -
un besito a Dulci y a Comella.
Espuma
Trufa -
almena -
Es ingeniosa, divertida, otra mirada...
:-))
Enhorabuena a su autora.
Y un besazo para ti, Comella
Infierno -
Baldufa -