Un agujero en la torre - María del Carmen Guzmán
Esa torre existe, y el agujero también. Tengo que regresar a la ciudad donde la encontré de niña. Era la torre de una iglesia. No la habrán derrumbado.
Las torres de las iglesias duran siglos y ésta no va a ser menos. Era una torre extraña, sin puerta para entrar, sin ventanas, sólo una especie de troneras por donde entraba la luz tamizada.
A veces dudo de mi memoria y de mi fantasía, pero no lo soñé. Existe.
Estoy segura de que volveré a escurrirme por el agujero escondido tras unos matorrales y oculto con grandes piedras. Ni siquiera el párroco sabía de su existencia. Era un agujero pequeño, ajustado al cuerpo de una persona, pero holgado para el de una niña, dos niñas: mi hermana y yo, una detrás de otra, conseguíamos introducirnos en él, y reptando como culebras llegar hasta lo más alto de la torre. Llegábamos manchadas de tierra y telarañas, pero felices por haber conseguido coronar nuestra aventura.
Merecía la pena. Desde el campanario contemplábamos la ciudad a vista de pájaro. Era una sensación de libertad, de exclusividad, de compartir un secreto y una emoción tan intensa como solamente puede sentirla un niño.
Voy a volver a esa torre, voy a trepar por el agujero, voy a llegar al campanario y ahora que ya no tengo miedo, me voy a acercar al esqueleto apoyado sobre el muro y me voy a atrever a leer su nombre en la medalla de oro que cuelga de su cuello.
He vuelto a la torre. Afortunadamente, no la han derribado, pero los edificios que están construyendo a sus costados la constriñen y empequeñecen. El agujero no está. Lo han taponado. Sin embargo, he tomado medidas. Aquí estoy de nuevo, vestida de negro para mimetizarme con la noche y la soledad, como un ladrón de película. En mis manos un pico con el que estoy abriendo el agujero. Oigo un chirrido espeluznante. Una carretilla que se balancea como un ahorcado en lo más alto de una grúa. Las moles de cemento de la obra desprovistas de vida son testigos de mi osadía.
El agujero se ajusta a mi cuerpo. Meto la cabeza y un olor nauseabundo, mezcla de humedad y podredumbre me saludan. No van a arredrarme. No he venido de tan lejos para arrugarme ahora ¿verdad? Repto por la pendiente resbalosa y trepo hasta ver la luz tamizada de las estrellas desde el campanario. El esqueleto sigue allí, fiel a nuestra cita. Me acerco lo más posible; con un tembloroso dedo levanto la cadena que pende de su cuello y la acerco a mi linterna. Por fin puedo leer el nombre del medallón.
Es el mío. Mi nombre.
* Autora : María del Carmen Guzmán
Las torres de las iglesias duran siglos y ésta no va a ser menos. Era una torre extraña, sin puerta para entrar, sin ventanas, sólo una especie de troneras por donde entraba la luz tamizada.
A veces dudo de mi memoria y de mi fantasía, pero no lo soñé. Existe.
Estoy segura de que volveré a escurrirme por el agujero escondido tras unos matorrales y oculto con grandes piedras. Ni siquiera el párroco sabía de su existencia. Era un agujero pequeño, ajustado al cuerpo de una persona, pero holgado para el de una niña, dos niñas: mi hermana y yo, una detrás de otra, conseguíamos introducirnos en él, y reptando como culebras llegar hasta lo más alto de la torre. Llegábamos manchadas de tierra y telarañas, pero felices por haber conseguido coronar nuestra aventura.
Merecía la pena. Desde el campanario contemplábamos la ciudad a vista de pájaro. Era una sensación de libertad, de exclusividad, de compartir un secreto y una emoción tan intensa como solamente puede sentirla un niño.
Voy a volver a esa torre, voy a trepar por el agujero, voy a llegar al campanario y ahora que ya no tengo miedo, me voy a acercar al esqueleto apoyado sobre el muro y me voy a atrever a leer su nombre en la medalla de oro que cuelga de su cuello.
He vuelto a la torre. Afortunadamente, no la han derribado, pero los edificios que están construyendo a sus costados la constriñen y empequeñecen. El agujero no está. Lo han taponado. Sin embargo, he tomado medidas. Aquí estoy de nuevo, vestida de negro para mimetizarme con la noche y la soledad, como un ladrón de película. En mis manos un pico con el que estoy abriendo el agujero. Oigo un chirrido espeluznante. Una carretilla que se balancea como un ahorcado en lo más alto de una grúa. Las moles de cemento de la obra desprovistas de vida son testigos de mi osadía.
El agujero se ajusta a mi cuerpo. Meto la cabeza y un olor nauseabundo, mezcla de humedad y podredumbre me saludan. No van a arredrarme. No he venido de tan lejos para arrugarme ahora ¿verdad? Repto por la pendiente resbalosa y trepo hasta ver la luz tamizada de las estrellas desde el campanario. El esqueleto sigue allí, fiel a nuestra cita. Me acerco lo más posible; con un tembloroso dedo levanto la cadena que pende de su cuello y la acerco a mi linterna. Por fin puedo leer el nombre del medallón.
Es el mío. Mi nombre.
* Autora : María del Carmen Guzmán
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