Momentum - Marc Rodríguez Soto
Hay baldosas nuevas y césped recortado día sí, día no, se diría que a tijera; y unos setos preciosísimos, frondísimos, podados matematiquísimamente que perfilan las redondeadas y rechonchas avenidas artificiales; y palmeras, y flores, y castaños de indias -plátanos los llaman en el norte- abrazados en el cielo; y hay un mar que se precipita y lo inunda todo de salitre, y un borracho tumbado en un banco, muy blanco y azul el banco, muy cuidado también el banco, muy al servicio de vuestras mercedes el banco aunque un tanto pegajoso (una nadería, una bicoca) a causa de los jugos gástricos que regurgita cada pocos minutos el hombre.
El hombre se llama Pepe, lo llaman Pepe, y vive en el banco, por esta semana. Ya le han echado el ojo los municipales y le han dicho que ni una noche más, que lo pone perdido todo de Don Simón los domingos y de tinto Pryca los días de entre semana; que, además, se acerca el verano y eso crea, cómo decirlo, como mala imagen, como mal rollo. Que se vaya, venga, disuélvase, hombre, tenga veinte duros y váyase que me tiene entre ceja y ceja el comisario, no me ponga en un apuro, hombre.
Hay un perrucho también a veces al lado del Pepe, un animal parduzco, tuerto y flaco, que vive de las vomitonas de su dueño, cuando Pepe es su dueño, y de las vomitonas de cualquier otro cuando no. Al perro tampoco lo quieren ni ver; el perro es peor que el amo, cuando el amo es Pepe, porque se caga por ahí, sin mirar dónde, y sin usar papel higiénico, el hijoputa, y los de la perrera municipal lo tienen también calado. Tres veces han venido a por él, pero el perrucho parece que los presiente y se va la noche antes.
A Pepe se le ve que lo quiere mucho, o no, o sea, a veces. Unas veces lo pega al perro, me le da una somanta de palos que le avía y el perro ahí que corre aullando muy fino, muy ultrasónicamente que no se le oye, pero se le intuye; pero otras en cambio le canta. Tiene una voz el Pepe muy cargada y nasal, muy ronca de tanto refumar colillas y de tantas noches y humedades al raso.
Además tampoco sabe las letras y las inventa y nada rima y desgracia las canciones, pero al perro qué le va a importar, se queda sentado, o tumbado, o de pie, y parece que hasta le escucha. Al Pepe, por lo que se ve, le gusta que le escuchen. Le dice al perro que ha perdido la costumbre. El chucho en cambio no, no la ha perdido, porque no habla, ni ladra, ni hace nada de nada, salvo correr cuando a Pepe le vienen mal dadas y se le empiezan a cruzar los cables allá, en el cartón de vino, o en la sesera. Entonces sí, entonces corre, y parece como de postal regalo de comida para perros. Hasta un perro de verdad parece entonces, que no le queda sino ladrar, al perro, como los de los anuncios, que saltan vallas y lamen mejillas como gilipollas tras meter los hocicos en boles llenos de bolitas de plástico, que parecen plástico y saben seguramente a plástico, aunque huelan a pierna de colegiala.
Entonces eso, corre, corre como perro que lleva el diablo, el perro, y el Pepe que lo ve, y el Pepe que se levanta, o lo intenta, y se cae, se medio cae, se tambalea y se cae luego allá abajo, sobre los cartones vacíos. El perro que lo mira. El hombre que no ve. Se vuelve a levantar el Pepe. El mundo se le menea al Pepe, como si estuviera en un barco, el mundo, y hubiera naufragado, el Pepe, y lo contemplara desde las aguas, cada vez más frías. Así que allá va, corre que corre tras el chucho, setos a través, adiós rosales. Y ahí el munipa, que no le quita ojo, pero que no se mueve. Y ahí la pareja que protege al niño de ocho años entre sus cuerpos y señala una estatua al otro lado del parque para desviar su atención, no se les vaya a corromper el niño, no se vaya a creer el niño que la vida no es como una de Disney, no les vaya a crecer, el pobre. Y más allá la viuda que, de azul, murmura y critica y compara tiempos y realidades, presidentes y generales. Y ahí el otro, que mira y se regodea. Y el Pepe que no sabe que no existen más que para que él no los vea, para que él no los niegue.
Al Pepe le da igual, porque el Pepe no se entera. Para el Pepe sólo importa el chucho, el chucho que corre, que ha presentido el puntapié que le tenía reservado y ha huido, el muy cabrón, el maldito chucho. Así que mírale, que se levanta, y alza un índice hacia el perro, o lo que cree que es el perro, o una vieja, la vieja de azul, o un niño, el niño que quiere ser bambi, o un munipa de esos de vive y deja morir, o un perro, oye, que a lo mejor es un perro, o a ése que lo mira y sonríe de medio lado sin saber que no existe, que no existes chaval, así que no te rías. Le señala el Pepe al perro, o a los otros, y le grita que no corra, que ya le cogerá, que ya vendrá el muy cabrón a por más. Ya verás, le grita, ya verás como vuelves, so hijo de la gran puta. Y como vuelvas ya verás, ya verás...
Entonces el Pepe se sienta otra vez en el banco, y otra vez que se equivoca en el cálculo y termina en el suelo, pero no importa, al Pepe no le importa, vuelve a intentarlo y esta vez lo consigue: otra vez al banco, al vinito con sabor a aluminio.
Sigue con la vista al perrucho, el Pepe. Míralo, ahí está, bajo las hortensias, un ojo ciego, el rabo cortado y cojo de una pata. Qué cabronazo. Ahí se esconde. Ya vendrá, ya.
Al Pepe no le importa esperar a que regrese el perro. Para entonces ya se le habrán pasado las ganas de pegarse una patada, de partirse el hocico a hostias por ser como es, tan tuerto, tan cojo, tan borracho; ya no querrá más desahogarse pateándose en el lomo, asfixiarse hasta morir. O quizá sí. No lo sabe. No sabe siquiera si sabe que no lo sabe. No lo sabe; no le importa, porque no tiene prisa, el Pepe. Porque tiene todo el tiempo del mundo.
Porque el tiempo no existe para Pepe, y para el perro, es de suponer, tampoco. Tan sólo una fluida dilación entre cartón y cartón de vino, eso es el tiempo para él, porque para él no hay nada antes, no hubo nada, ni habrá después, porque para Pepe los cartones de vino de a ochenta y nueve pesetas el litro son infinitos como el mar, como el cielo, como las hormigas.
Autor : Marc Rodríguez Soto
El hombre se llama Pepe, lo llaman Pepe, y vive en el banco, por esta semana. Ya le han echado el ojo los municipales y le han dicho que ni una noche más, que lo pone perdido todo de Don Simón los domingos y de tinto Pryca los días de entre semana; que, además, se acerca el verano y eso crea, cómo decirlo, como mala imagen, como mal rollo. Que se vaya, venga, disuélvase, hombre, tenga veinte duros y váyase que me tiene entre ceja y ceja el comisario, no me ponga en un apuro, hombre.
Hay un perrucho también a veces al lado del Pepe, un animal parduzco, tuerto y flaco, que vive de las vomitonas de su dueño, cuando Pepe es su dueño, y de las vomitonas de cualquier otro cuando no. Al perro tampoco lo quieren ni ver; el perro es peor que el amo, cuando el amo es Pepe, porque se caga por ahí, sin mirar dónde, y sin usar papel higiénico, el hijoputa, y los de la perrera municipal lo tienen también calado. Tres veces han venido a por él, pero el perrucho parece que los presiente y se va la noche antes.
A Pepe se le ve que lo quiere mucho, o no, o sea, a veces. Unas veces lo pega al perro, me le da una somanta de palos que le avía y el perro ahí que corre aullando muy fino, muy ultrasónicamente que no se le oye, pero se le intuye; pero otras en cambio le canta. Tiene una voz el Pepe muy cargada y nasal, muy ronca de tanto refumar colillas y de tantas noches y humedades al raso.
Además tampoco sabe las letras y las inventa y nada rima y desgracia las canciones, pero al perro qué le va a importar, se queda sentado, o tumbado, o de pie, y parece que hasta le escucha. Al Pepe, por lo que se ve, le gusta que le escuchen. Le dice al perro que ha perdido la costumbre. El chucho en cambio no, no la ha perdido, porque no habla, ni ladra, ni hace nada de nada, salvo correr cuando a Pepe le vienen mal dadas y se le empiezan a cruzar los cables allá, en el cartón de vino, o en la sesera. Entonces sí, entonces corre, y parece como de postal regalo de comida para perros. Hasta un perro de verdad parece entonces, que no le queda sino ladrar, al perro, como los de los anuncios, que saltan vallas y lamen mejillas como gilipollas tras meter los hocicos en boles llenos de bolitas de plástico, que parecen plástico y saben seguramente a plástico, aunque huelan a pierna de colegiala.
Entonces eso, corre, corre como perro que lleva el diablo, el perro, y el Pepe que lo ve, y el Pepe que se levanta, o lo intenta, y se cae, se medio cae, se tambalea y se cae luego allá abajo, sobre los cartones vacíos. El perro que lo mira. El hombre que no ve. Se vuelve a levantar el Pepe. El mundo se le menea al Pepe, como si estuviera en un barco, el mundo, y hubiera naufragado, el Pepe, y lo contemplara desde las aguas, cada vez más frías. Así que allá va, corre que corre tras el chucho, setos a través, adiós rosales. Y ahí el munipa, que no le quita ojo, pero que no se mueve. Y ahí la pareja que protege al niño de ocho años entre sus cuerpos y señala una estatua al otro lado del parque para desviar su atención, no se les vaya a corromper el niño, no se vaya a creer el niño que la vida no es como una de Disney, no les vaya a crecer, el pobre. Y más allá la viuda que, de azul, murmura y critica y compara tiempos y realidades, presidentes y generales. Y ahí el otro, que mira y se regodea. Y el Pepe que no sabe que no existen más que para que él no los vea, para que él no los niegue.
Al Pepe le da igual, porque el Pepe no se entera. Para el Pepe sólo importa el chucho, el chucho que corre, que ha presentido el puntapié que le tenía reservado y ha huido, el muy cabrón, el maldito chucho. Así que mírale, que se levanta, y alza un índice hacia el perro, o lo que cree que es el perro, o una vieja, la vieja de azul, o un niño, el niño que quiere ser bambi, o un munipa de esos de vive y deja morir, o un perro, oye, que a lo mejor es un perro, o a ése que lo mira y sonríe de medio lado sin saber que no existe, que no existes chaval, así que no te rías. Le señala el Pepe al perro, o a los otros, y le grita que no corra, que ya le cogerá, que ya vendrá el muy cabrón a por más. Ya verás, le grita, ya verás como vuelves, so hijo de la gran puta. Y como vuelvas ya verás, ya verás...
Entonces el Pepe se sienta otra vez en el banco, y otra vez que se equivoca en el cálculo y termina en el suelo, pero no importa, al Pepe no le importa, vuelve a intentarlo y esta vez lo consigue: otra vez al banco, al vinito con sabor a aluminio.
Sigue con la vista al perrucho, el Pepe. Míralo, ahí está, bajo las hortensias, un ojo ciego, el rabo cortado y cojo de una pata. Qué cabronazo. Ahí se esconde. Ya vendrá, ya.
Al Pepe no le importa esperar a que regrese el perro. Para entonces ya se le habrán pasado las ganas de pegarse una patada, de partirse el hocico a hostias por ser como es, tan tuerto, tan cojo, tan borracho; ya no querrá más desahogarse pateándose en el lomo, asfixiarse hasta morir. O quizá sí. No lo sabe. No sabe siquiera si sabe que no lo sabe. No lo sabe; no le importa, porque no tiene prisa, el Pepe. Porque tiene todo el tiempo del mundo.
Porque el tiempo no existe para Pepe, y para el perro, es de suponer, tampoco. Tan sólo una fluida dilación entre cartón y cartón de vino, eso es el tiempo para él, porque para él no hay nada antes, no hubo nada, ni habrá después, porque para Pepe los cartones de vino de a ochenta y nueve pesetas el litro son infinitos como el mar, como el cielo, como las hormigas.
Autor : Marc Rodríguez Soto
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