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Barrer el otoño - Lola Díaz

Barrer el otoño - Lola Díaz La última vez que pasé por allí, seguían las risas de los niños colgadas de los árboles vacíos, y un vencejo había anidado encima de la cabeza de la estatua, sobre la que reposaba, ociosa, una escoba de ramas secas. Yo grité, ¡Tomás!, pero tampoco esta vez me oyó. ¡Qué empecinado fue Tomás...!

La noche no tenía cabida en la Venta Gabriel. Aunque se hiciera de noche, era como si Gabriel, el ventero, no la dejara entrar en el jardín: los ojos de los gatos se unían a los ojos de las estrellas, y los ojos de los niños a los ojos de la tarde que no se moría, porque dejaba un resquicio en la puerta del sol, y los ojos del sol seguían mirando un poco a los ojos de todos.

No fue culpa de Gabriel. Por él, que los niños hubieran seguido sus juegos hasta que todos los ojos se cerraran definitivamente, hasta que los goznes de los columpios pidieran tregua y los gatos se perdiesen en la noche iluminando otros quehaceres, pero tuvo que cerrar la venta. ¿A cuento de qué, seguir con el negocio si tenía dinero para vivir diez veces la vida que le quedaba? Él se lo dijo a Tomás: “Tomás, vámonos a casa, que aquí ya no hacemos nada”. Tomás nunca respondía, parecía autista el bueno de Tomás, agarrado a su escoba como si esperase que la suciedad le llegase del cielo para poder seguir barriendo. Y un veinticuatro de septiembre apareció un cartel en la puerta de la Venta Gabriel: “Cerrado”, decía. Y cinco días más tarde, el día de San Gabriel y todos los Arcángeles, una camioneta se llevaba las sillas, mesas, en fin, todos los enseres del establecimiento para malvendérselos a cualquier chamarilero. Incluso querían llevarse los columpios, pero los goznes se negaron a soltarse de las estructuras y tuvieron que dejarlos por imposible; vieron irse a la camioneta un poco enfadada mientras se balanceaban sin niños, en un último acto de servicio Gabriel echó el candado y le entregó las llaves a un hombre muy rico. Sus bolsillos estaban tan llenos que para que no le reventasen los pantalones tuvo que comprar algo tan absurdo como un bar donde ya no servían meriendas. Un jardín donde los frutos eran risas antiguas adheridas a los vástagos, parásitos imposibles de eliminar, recuerdos en conjura. Y columpios sin niños, nidos sin pájaros, suelo de otoño sin hojas: Tomás las había barrido todas.

-Anda, Tomás, vámonos a casa.

Tomás apenas lo miró.

-No queda nada por barrer, Tomás.

Los ojos de Tomás señalaron sombríos una hoja que se resistía a desprenderse.

-Como quieras, Tomás. Yo, me voy.

Ni se encogió de hombros Tomás. Recostado en su escoba como si fuera el báculo de su vida, siguió mirando la hoja. Parecía el amo del tiempo, capaz de toda la paciencia, ¿qué otra misión puede tener un barrendero de otoños?

Un poco de monóxido es lo último que olió. Gabriel se alejó a lomos de una ruidosa moto. Su silueta se fue haciendo más pequeña hasta convertirse en un punto. Después, desapareció en el cruce del kilómetro ocho, antes desviación para la Venta Gabriel, ahora desviación inversa; desviación, abandono, adiós. Tomás miró el adiós, miró su escoba, miró al árbol y se sentó a esperar. Quedaba aún mucho otoño por delante. Algún día, sin duda, la hoja iba a caer y él iba a barrerla. Entonces se iría, no antes.

Llegaron las lluvias de octubre y los columpios se oxidaron. Los goznes hicieron un último esfuerzo por seguir su balanceo inútil, pero artríticos, tuvieron que parar para siempre. Tomás ya no los engrasa, no puede, las manos se le han entumecido. Él tampoco se engrasa, y, ¡con esas lluvias! Los goznes de Tomás tambíen se han oxidado.

Y los vientos de Noviembre... tampoco han conseguido desalojar a la hoja insumisa, y él se ha unido a la rebelión: no va a irse sin barrerla, es un barrendero, y por mucho que lo sueña, sigue sin caerle basura del cielo, el Cielo no es bueno con él.

Ha llorado. La lluvia también lleva tiempo llorándole. Los vientos erosionan su cuerpo. El polvo ha cubierto las zanjas de su piel. Tomás se está volviendo piedra de tanto esperar.

¡Qué empecinado Tomás...! Se ha convertido en una estatua

La última vez que pasé por allí, seguían las risas de los niños colgadas de los árboles vacíos. Había caído la hoja que quedaba por caer, pero Tomás no la barría.

La última vez que pasé por allí, un vencejo había anidado encima de la cabeza de Tomás. Yo grité, “¡Tomás!” Quería decirle que barriese la hoja, que ya había caído, que podía irse a casa, pero tampoco esta vez me oyó. ¡Qué empecinado fue Tomás! Al final, ni siquiera terminó de barrer el otoño.

* Autora: Lola Díaz (Tequila)

3 comentarios

Tequila -

Gracias, White y Xesca.
Es un honoor verme en la página de Comella (por fin se me ha abierto). Ha quedado precioso el montaje, ¿verdad?
Besos:
Lola.

Xesca -

Muy adecuado para la época
:-P El relato es excelente, mi enhorabuena a su autora.

white -

Un beso Lola, como siempre disfruto con tu buen hacer en esto de las letras.
Besitos para ti y para comella