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El baile - "Premio de los usuarios"

El baile - "Premio de los usuarios" Ha sido ella, estoy seguro. Está enfadada por lo de ayer y quiere hacerme sufrir.

Sabía que no debía haberlo hecho, que no le iba a gustar, pero creo sinceramente que no es para tanto, aunque Belinda ha sido siempre muy celosa.

Recuerdo aquella vez, en la fiesta de su cincuenta aniversario, cuando nos sorprendió a Luisa y a mí solos en la cocina hablando (juro que estábamos hablando, de verdad) lo mal que le sentó. Tres o cuatro días estuvo sin dirigirme la palabra.

O cuando salimos a cenar con los Enriquez y la señora no paraba de mirar y sonreírme. De vuelta a casa me montó un numerito acusándome de haber pasado toda la noche coqueteando con aquella mujer.

Pero no tiene razón y nunca la ha tenido. Siempre la he sido fiel aunque ocasiones para engañarla no me han faltado, no, porque, aunque me esté mal el decirlo, he sido y sigo siendo atractivo a pesar de mis años; y en honor a la verdad hay que decir que Belinda ha contribuido mucho a ello. Fue mi mujer la que me enseñó a vestir con elegancia, la que cuidó de mi figura poniéndome a dieta cuando algún kilito de más aparecía en mi abdomen y la que me tiñó el pelo cuando asomaron en mis sienes las primeras canas. Resulta curioso como, a pesar de sentir unos celos casi enfermizos, deseaba que su marido causara admiración.

Pero soy hombre de palabra y el día de nuestra boda le juré fidelidad; además, la he querido con locura desde el mismo instante en que nos conocimos.

Lo de ayer fue algo inexplicable. No sé aún como pudo ocurrir. Sin duda fue el licor de manzana que elabora la señora Paula y que llevó a la fiesta para que lo probásemos. Yo no estoy acostumbrado a beber y ella se empeñaba en llenarme la copa casi antes de haberla terminado. Por lo menos bebí cinco.

Si, eso debió ser. De otro modo jamás me habría atrevido a seguirla cuando, nada más apurar mi tercera copa, me tomo de las manos y ordenó:

- Y ahora, señor González, va usted a sacarme a bailar.

Nada pude hacer. Cuando quise darme cuenta estaba en medio de la pista abrazado a Paula, a la señora Paula quiero decir, bailando un pasodoble. Aunque nadie lo crea puedo decir muy alto que jamás, jamás, jamás, desde el día en que nos conocimos, había bailado con otra mujer que no fuera Belinda. Y eso que desde que asisto a estos guateques dominicales para jubilados que organizan en la Parroquia, y va ya para cinco meses, hubiera podido hacerlo con varias.

Pero lo peor del baile de anoche y lo que, sin duda alguna, más habrá irritado a Belinda, es que en aquel momento no me sentía en absoluto culpable. Muy al contrario, me sentía muy bien, feliz y relajado, sin acordarme en esos momentos de ella. Y, probablemente hubiese bailado algunas piezas más pero, un comentario de mi pareja cuando volvíamos a nuestra mesa, hizo que Belinda regresara a mi pensamiento:

- Baila usted muy bien, señor González, bastante mejor que mi difunto esposo ¿Era su esposa buena bailarina? –preguntó.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de lo que había hecho. Debió cambiar la expresión de mi rostro porque la señora Paula volvió a rellenar mi copa y preguntó:

- ¿Quiere usted hablarme de ella o prefiere que charlemos de otra cosa?

Desde que murió Belinda hace casi año y medio había rehuido el tema. Pensé que quizás era el momento de hablar de ello así que, durante largo rato, conté a la Señora Paula buena parte de mi vida.

Le relaté cómo, después del servicio militar, dejé el pueblo y marché a la ciudad en busca de empleo y cómo encontré trabajo en una fábrica de calzado. Fue allí donde conocí a Belinda. Era una mujer menuda, de cara redonda y melena castaña, con unos grandes ojos negros y una sonrisa angelical, que, como yo, cortaba suelas de goma para hacer zapatos. La dulce expresión de su rostro me cautivó e hizo que, superando por unos instantes mi natural timidez, me atreviese a pedirle, tan solo tres meses después de habernos conocido, que saliera conmigo. Conté también como nos habíamos casado y como ella había dejado el trabajo para dedicarse al hogar, la manera en que fui ascendiendo y el traslado de la empresa a esta ciudad en la que acabamos afincándonos, los enormes deseos que teníamos de ser padres y la desilusión primero y resignación después que sentíamos por esos hijos que nunca llegaban... Expliqué lo unidos que habíamos estado siempre y lo solo y desamparado que me había dejado su muerte.

Las lágrimas que corrían por mi rostro no me dejaban continuar. Me despedí de la señora Paula agradeciéndole su compañía y regresé a casa. No tenía hambre y me sentía terriblemente deprimido así que decidí acostarme. Como he hecho cada noche desde bien pequeño, coloqué cuidadosamente mi ropa sobre una silla y, debajo, mis zapatos, en los que introduje los calcetines. Solo Belinda conocía lo maniático que soy para esto; solo ella sabía que era incapaz de meterme en la cama si mi ropa y mis zapatos estaban descolocados. Por eso, cuando esta mañana he despertado y he visto la silla caída y los calcetines fuera de los zapatos, he sabido que había sido ella, que está enfadada por lo de anoche y quiere hacerme sufrir.

* Autor : José Luis Yuste Andrinal

4 comentarios

Diablillo -

Una historia muy bonita... y muy tierna.

odyseo -

Bonita historia.
Besos!

Natasha -

Precioso, me ha encantado.

Maribel -

Jo niña! Me dejas sin palabras...q bunic!!!!